Los peruanos tenemos un sentido extraño de la indignación. Esta se mueve en una dirección a veces incierta, inesperada, inadecuada tal vez.
A veces se despierta y dispara su mirada punzocortante contra enemigos sobreestimados o invisibles. A veces, la indignación parece tener vista deficiente y no ve bien de cerca: se crispa ante la libertad de expresión de quienes se sitúan lejos de su propia capilla ideológica y calla ante los delitos de los camaradas. ¿Por qué la indignación se despierta ante la parodia hecha por un actor cómico, pero se apaga ante las felonías de los socios del Gobierno y del propio presidente Castillo?
Militantes, trolls y personajes de la farándula devenidos en opinólogos hermanados por una versión perversa del progresismo han dicho que la imitación que hace Carlos Álvarez de Lilia Paredes exuda racismo, clasismo y “derechismo”.
Sobre los primeros aspectos, creemos que la acusación es hipócrita: al mismo estilo de quienes reclaman por qué al profesor se le cuestiona por lo mismo que otros hicieron con impunidad, nos preguntamos por qué no se decía lo mismo del mismo histrión cuando imitaba a Alejandro Toledo, o de JB cuando remedaba el acento francobelga de Eliane Karp, o del recordado “Gordo” Cassareto cuando intentaba hablar con estereotipado acento judío al imitar a Adam Pollack. ¿No era eso racismo? Seguramente sí, pero como entonces Toledo era el enemigo de la izquierda radical, ésta callaba. Incluso la socialdemocracia, que tenía alguna cuota de poder en el postfujimorismo, se ponía un cierre grueso en los labios. Nadie habló de machismo ni “gordofobia” cuando se imitaba a Lourdes Flores en la primera década del 2000 con exageradas curvas. La indignación en el Perú, para añadirle una característica, puede ser peligrosamente selectiva.
¿Por qué ese mismo ejército de indignados no dice nada acerca del mutismo sospechoso de la primera dama -la de verdad- ante el Congreso, al punto de no responder siquiera sobre sus funciones como consorte del presidente? Ese silencio que se rehúsa a dar información a los peruanos, al “pueblo” que tanto dice representar, no solo es censurable, sino inmoral, políticamente destructiva. Se le está negando a la ciudadanía el derecho a saber lo que hacen quienes se encuentran transitoriamente en la cúspide de la sociedad. Rabiemos con causa.
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