Las imágenes que nos muestran un país devastado, fracturado y dividido por odios irreconciliables que solo esperan un pretexto para estallar, son también consecuencia de la ineptitud de nuestros dirigentes políticos: por un lado, tenemos a un mandatario que nunca estuvo a la altura de semejante función y un Ejecutivo que parece escogido del reciclaje del oportunismo; por otro lado, tenemos un Congreso que ha gastado sus energías en un empeño por descabezar al Estado, que sobrepasaba cualquier justificación.

Odios y conveniencias, discursos de división y egolatría política, han llevado a la manifestación en Lima donde cientos de ciudadanos han preferido agarrarse a pedradas con la Policía en vez de buscar en el diálogo el ejercicio más genuino de la democracia. ¿Y las autoridades? ¿Y la corporación -mal llamada “clase”- política? Ellas solo observan los hechos, tratando de encontrar un motivo para poner en agenda sus más miserables aspiraciones ideológicas o mercantiles. Vemos, por ejemplo, a la representación oficialista reclamando una “nueva constitución para rehacer el país”, para sentar las bases de una república sin explotadores ni explotados.

¿Es una idea recogida del seno de la ciudadanía hastiada de corruptos y aristócratas miopes para comprender la realidad del país? ¿O es solo una proclama convenientemente vacía para seducir a los fanáticos? En la otra vereda están aquellos que abominan a “los cerros” que hacen política a su manera, los que prefieren la destrucción del orden civil antes que devolver a la patria los privilegios mal habidos o mal usados.

El país camina a convertirse en una masa, una mezcla informe de intenciones, discursos y tropiezos, incapaz de construir un futuro que responda coherentemente a los desafíos de estos tiempos. Lo ocurrido ayer en la capital del país es un ejemplo de la inconsistencia de la falsa política, de la ceguera de quienes se dejan conducir al filo del barranco por falsos mesías del caos y el fracaso del intercambio de ideas. Es notable que esto ocurra cuando nuestra república tiene 200 años; dos centurias de una infancia inacabable e inmadurez peligrosa. Un paro de transportistas que nunca debió emplear la violencia se ha convertido en la piedra de tropiezo de un país que creía que el crecimiento económico bastaba para ser civilizado.