La violencia se profundiza y se vuelve inmanejable; el panorama es difícil de describir para la prensa porque víctimas y victimarios intercambian roles con una facilidad que abruma y nos hace recordar -a la mala- que vivimos tiempos de relativismo moral llevado al absurdo.
Los seres humanos siempre fuimos una mezcla extraña de absurdo y esperanza, pero ésta mengua mientras que aquel se impone y se convierte en la norma y medida del humano común.
¿Qué podemos hacer para introducir un poco de racionalidad y orden en el corazón del caos?
La política es el arte de convertir el agua de la ley en vino para aligerar la moral y es, por tanto, imposible pensar que serán los detentores de este hacer -es decir, los políticos- quienes conducirán los acontecimientos actuales hacia la ansiada paz social.
Tampoco será la prensa la llamada a mejorar la situación, pues su lucha, aunque necesaria en estos tiempos de verdades condicionadas, se ve minimizada por el avance de la tecnología que convierte a cualquier sujeto en “periodista” aunque carezca del rigor que caracteriza a esta profesión; finalmente, los mercachifles del periodismo se han encargado de enlodar prestigios y enturbiar los lineamientos editoriales hasta hacerlos parecer máscaras hechas para cubrir el verdadero rostro de la inmoralidad que se ha apoderado de nuestro país en los últimos treinta años.
¿Dónde, pues, está el sujeto histórico que llevará al país hacia adelante, hacia la ansiada y necesaria transformación de las instituciones en servidoras del ciudadano, lejos de la imagen y función de perversas “cajas chicas” a que hoy están reducidas?
El sujeto portador de luz en medio de la bruma es el propio ciudadano, pero no aquel que reduce su plataforma a la defensa de la demostrada corrupción castillista y la asamblea constituyente como imposición. No se reemplaza un diente caído con otro podrido.
Creemos que se avecina un inevitable cambio en el Gobierno, pero no congeniamos con la aventura de crear una nueva Carta Magna sobre la base de la ignorancia, haciendo eco del peligroso prejuicio del buen salvaje o “la voz de Dios”.
Si deseamos renovar la política, esto debe hacerse retomando la idea fundacional de la democracia, de la ley como contrapeso al poder. Para ello se necesita moralizar al Estado, no una nueva constitución.
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