La conclusión a la que llegan los entrevistados por El Tiempo para la presente edición es que en nuestro país lo único que prospera es la corrupción. La declaración es bastante fuerte y a la vez triste: nos dice que, aparentemente, en el Perú el mal y el delito son omnipresentes, que a donde viremos la mirada habrá un hecho de corrupción, que en cada institución del Estado hay un funcionario venal o un gerente dispuesto a dejarse “aceitar”. Insistimos, es una declaración tremenda, pero también un hecho lamentable.
Sin embargo, también es cierto que hemos convivido tantos años con el fenómeno de la corrupción que hemos aprendido a tolerar todas sus manifestaciones: el salto en la cola, la coima al policía, el “regalo” al juez, la extorsión al fiscal, la luz roja inadvertida, la placa “en trámite”, etc.
Hechos mínimos que nos dibujan como una sociedad que solo parece indignarse cuando la prensa destapa los 20 mil dólares de Pacheco en un baño de Palacio o cuando se habla de “loncheritas”, de agendas o de millones entrando a Palacio. Curiosamente, solo nos duelen los grandes hechos, pero somos inconmovibles ante la corrupción cotidiana. Nos rasgamos las vestiduras cuando leemos titulares sobre los 23 mil 277 millones de soles (alrededor del 3% del PBI) que pierde el Perú por la inmoralidad en el sector público, pero nos hacemos de la vista gorda cuando vemos al agente municipal recibiendo el criollo “cariño” de los comerciantes informales para seguir en las calles, y hasta lo justificamos inventándole mil necesidades que lo obligarían a traicionar sus principios.
¿Qué país estamos legando a las futuras generaciones? ¿Uno en el que se miente por cualquier motivo pero sobre todo para obtener beneficios no correspondientes? ¿Uno en el que es necesario corromper a la autoridad alguna vez en la vida para sentirse realizado y más “vivo” que los demás?
En este tiempo de crisis generalizada es preciso que revisemos nuestros estándares éticos y que hagamos una revisión interior con miras a transformarnos en una nación real, capaz de juzgar a nuestros gobernantes desde una verdadera altura moral y no desde la indignación posada que hemos aprendido y refinado a lo largo de décadas.