Cada cinco años ocurre lo mismo: si alguno de los dos candidatos favoritos habla de renegociar contratos, de aumentar el PBI en áreas que algunos dicen ser imposibles, o reclama por el simple hecho de que el modelo –es tiempo de verlo así- no es justo, comienza la espiral del chantaje: el dólar sube, el pollo aprende a volar, la economía naufraga, los “grandes mercados” se “preocupan” por el derrotero “estatista” –o comunista o, incluso, libertario en algunas latitudes, como Argentina-. Es el mismo chantaje quinquenal.
Es la misma lectura absurda que algunos economistas hacen para virar la balanza política. ¿No tienen partido los economistas? Por supuesto que sí, y la economía, desde sus orígenes, siempre fue política, una ciencia si se quiere, pero especulativa.
¿Significa esto que se debe votar por miedo a lo que dirán del Perú las grandes transnacionales –a las que tampoco les conviene un sistema liberal, sino que subsisten gracias a las gollerías mercantilistas de gobiernos ególatras. Los peruanos debemos votar a conciencia, sin cálculo, con esperanza, con convicción de que uno sirve a la democracia. También es válida la posición de quien disiente y decide no poner su marca por ninguno de los dos en contienda. Lo que importa no es lo que diga el Banco Mundial, sino el soberano pueblo del Perú.
¿Acaso J.P. Morgan comerá la pobreza que el 75% de informales del país logra recabar en un día de otoño que más parece una venganza veraniega? ¿Acaso el FMI librará nuestras batallas si votamos y nos equivocamos? ¿Los veremos agitar una bandera pidiendo respeto a la democracia?
Nadie hará nada por nosotros. Nadie es responsable de su propia vida sino nosotros mismos, como individuos, pero también como sociedad que se arriesga y toma decisiones para su futuro. Quizás nos haga falta un recorrido por la historia reciente.
En los 90, el demonio se llamaba Fredemo; se satanizaron las propuestas liberales del escritor Vargas Llosa, pero al final, luego de esa excrementicia propaganda en los televisores de tubo, Fujimori gobernó con estándares similares –la corrupción no tiene nada que ver con el liberalismo-. En el 2000, el diablo era García y su propuesta –incumplida- de eliminar las services, y en el 2006, Humala, el saco largo de la Hoja de Ruta. En todos estos casos, los “mercados” –sus dueños- pronosticaron catástrofes que nunca ocurrieron.
Así como hemos dejado que el gremio periodístico no influya en nuestras decisiones políticas, rompamos los volantes mentales que nos reparte la Confiep.