Lo repetiremos hasta que el milagro de unidad entre los peruanos suceda: no se puede recuperar el orden y la gobernabilidad sin diálogo.
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Ello implica reconocer la legitimidad de las protestas como consustanciales a la democracia, en vez de demonizarla y asumir una posición neutral que, paradójicamente, hasta el momento ha resultado provocadora y vista como una incitación a la violencia. Hay que “formalizar” las manifestaciones, insistir en la identificación de los interlocutores válidos, encerrar las protestas en un marco legal.
De esta manera es más sencillo arribar a una solución que devuelva la paz al país, que restaure la marcha de la economía y reactive la vida en las regiones.
También debería haber una posición de consenso entre las fuerzas políticas y el Ejecutivo pues, a diferencia de otras protestas, ésta ataca al poder y no solo al Congreso o al Ejecutivo.
Por eso no es un error advertir que lo que se juega cada día es el viabilidad del sistema político.
Lo peor de todo es que el mantra de “nueva Constitución” que repiten quienes están en las calles tampoco representa una alternativa a nuestra democracia.
¿Es posible que, a pesar del desprestigio, la casta política salve al Perú de este salto al vacío lleno de promesas, utopismo e ignorancia? Por supuesto que sí, más que un tema de debate, es un asunto prioritario. Pero para acometer esta labor histórica es necesaria la unión, forjar un solo frente con un solo discurso, que aparezca en la prensa y en todos los ámbitos de difusión pública como la auténtica salida a esta pesadilla que ya duró lo suficiente como para dañar la institucionalidad, la economía y hasta el sentido de pertenencia a la nación peruana, alimentando rencores separatistas que parecían domados por el peso de las décadas.
Estamos a tiempo de salvar a este país de emprendedores (2 millones de los cuales se encuentran, sin embargo, al borde de la quiebra), de gente de ánimo positivo y de pasiones que pueden reencauzarse para contribuir al desarrollo y profundización de la democracia. Hay quienes ven lo que ocurre -sin intención de minimizarlo- como un producto de saber hablar pero no saber oír.
La democracia necesita que desarrollemos ambas habilidades.
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