El presidente del Congreso, Alejandro Soto, es un personaje hábil, decidido, pero inmoral. Compró un terreno a unos pobres campesinos en el Cusco por US$ 5.000 que luego de ocho meses, bajo artilugios de hábil estafador lo vendió por US$ 265.000 a la empresa donde trabajaba como asesor legal. Luego de tres años se descubre el fraude y es denunciado por estafa.
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Lo irónico es que ya como parlamentario, Soto promovió y votó a favor de la Ley n° 31751 (de prescripción de delito) a tan solo pocos días que un juez pidiera 8 años de prisión por estafa y falsedad genérica. Soto, muy orondo, pidió acogerse a la ley que él mismo aprobó librándose de la prisión. La jugada le salió perfecta con el poder que tiene a mano.
Lo lamentable de esta historia es que no se puede hacer nada. En lo legal, a Soto como presidente del parlamento no se le puede imputar delitos anteriores; tampoco renunciar porque el cargo es irrenunciable, según el constitucionalista Lucas Ghersi; solo nos queda soportar a estos políticos inmorales y sus leyes en beneficio propio. Esta es una de las razones por la que la población le pierde respeto a las instituciones.