Sentada al borde de una pileta al pie de un lujoso banco, en el que acabo de refinanciar una deuda con esa carga enorme de intereses a mi espalda, intento relajarme con el sonido del agua. No quiero pensar que pagaré más del 25 % del capital en intereses. Sí, sí, ya me han explicado mil veces que es “solo” el 16,6 %, pero los números me dicen que terminaré pagando una cuarta parte más del monto adeudado. Sí, sí, ya me han dicho que capital por % por tiempo sobre 360 es la fórmula mágica que nos cuelga de los pulgares.
A lo hecho pecho; preso por mil, preso por mil quinientos; del árbol caído todos hacen leña; en casa del jabonero el que no cae resbala… En mis talleres de narrativa debo incluir una clase de refranes, pienso, mientras sigo mirando el agua. Hoy por hoy, la pila, la elegante torre, el brillo del agua y los jardines lucen para nadie. Todo se me antoja un cementerio, que es lo único realmente importante a la hora de la verdad.
Si algo nos ha mostrado el COVID-19, además de las injusticias, el dolor, la pobreza y la muerte, es lo perversa que es la sociedad de consumo, lo insulsa que resulta ante un diminuto virus que no respeta nivel social, económico, raza, edad, sexo, condición o religión.
El COVID-19 nos ha enseñado que un vestido de novia no garantiza un matrimonio feliz ni una familia funcional; como una fiesta de primera comunión o un bautizo tampoco garantizan la fe ni aseguran el cielo de los creyentes; tampoco una toga de graduación asegura un futuro de éxito.
La pandemia nos ha hecho ver que hay un montón de cosas que no sirven para un carajo. No necesitamos vestidos de fiesta porque no podemos tener fiestas, ni zapatos porque no hay nada mejor que andar en pantuflas. Y así estamos: apandemiados y ahuevados sin poder sacar el Lamborghini de nuevo rico del garaje, porque ¿para qué? Si no podemos pasear ni ir a trabajar ni fantochear.