Jair Bolsonaro, aquel presidente del país carioca que intentó emular los gestos y las majaderías de Donald Trump, enfrenta un juicio político por su actitud favorable a las protestas con que se intentó derrocar a Lula Da Silva, reciente ganador de las elecciones brasileñas. 

El ganador de la presidencia, de la alcaldía o de cualquier otro cargo puede generar antipatía en el sector que no votó por él.

Es un sentimiento perfectamente normal, si ello no nos lleva a trastocar el orden político en evidente desprecio por la opción de la mayoría.

En los últimos cinco años ha cobrado fuerza en muchos países la idea de que la elección de la mayoría, cuando no coincide con la de uno, es mentira o un fraude, o es producto de la ignorancia, de intereses en las sombras, etc.

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El “excluido”, en consecuencia, cree que debe restaurar el orden y la moral pública a cualquier costo, ya sea como en Brasil incitando a los militares a tomar el poder, o como en EE. UU. tomando edificios símbolos del sistema político para forzar nuevas elecciones. 

En el Perú vivimos una situación parecida con el triunfo del hoy reo Pedro Castillo. No obstante, la sensatez democrática se impuso y fue con esa misma sensatez que Castillo fue depuesto y apresado por pretender quebrar el orden constitucional.

Aquí no hay “buenos” ni “malos”. Castillo, quien no era ni de lejos el presidente que el Perú necesitaba, pudo demostrar quién era gracias a que primó el hecho de que el Perú no podía entregarse a campañas extremistas que amenazaban al sistema.

Castillo, acogido por la democracia, finalmente demostró su faceta peligrosa, pero no lo sacaron los militares ni una turba fascista, sino las mismas reglas democráticas, lo cual es un particularmente ejemplificador de que en el Perú la democracia es más sólida de lo pensado.

Aún así, es necesario profundizar estos ideales en toda la sociedad para prevenir la llegada al poder de aventureros, atolondrados, delincuentes y demás personas dañinos para la via nacional.