En estos tiempos de pandemia se respira miedo en las calles de la región, pero también se vive en carne propia el dolor; sobre todo entre las familias que han tenido la desventura de perder a uno de sus seres queridos, pues deben hacer frente a la ignorancia de malos vecinos que quieren botarlos del barrio por considerarlos un peligro de contagio y, por otro lado, el no saber qué protocolo seguir para estos casos ni los riesgos que corren. Muchos no reciben ayuda.
Su propio drama padecen los trabajadores informales que viven de la calle y para quienes no hay bono ni ayuda alguna y deben hacer olla común para sobrevivir a la cuarentena. En este grupo están los que le sacan la vuelta a la ley y siguen en las calles vendiendo mascarillas, agua, etc. Ellos corren un alto riesgo de contagio.
Odisea aparte experimentan otros piuranos cuyas viviendas deben compartirlas con dos y hasta tres familias. Son los condenados al hacinamiento, sin mayores recursos tecnológicos, refrigerador ni espacio y acosados, además, por la violencia y el abuso familiar.
Ellos prefieren las calles. Como decía Shakespeare, “ante la desdicha no hay mejor medicina que la esperanza”, esperamos lo sea.