No suelo creer en las conspiraciones secretas para apoderarse del planeta. De que las hay, las hay, como en España se dice de las brujas, pero generalmente son trampas para atrapar incautos.
La más conocida fue una fabricación de la policía política zarista: era una invención contra los judíos. Supuestamente, estos se habían reunido en Suiza a fines del siglo XIX para urdir la artera maniobra de sembrar el caos para controlar el mundo.
La última de las “teorías conspirativas” es la de los chinos. Incluso, la causa es bastante obvia: la rivalidad entre potencias para alzarse con el liderazgo planetario.
De acuerdo con los creyentes en esas teorías, China pretendía hundir a Estados Unidos enviándole miles de personas infectadas. En ese caso, Italia y España serían víctimas del “fuego (no tan) amigo”. Estaban en el camino en el momento equivocado.
Esto deja sin respuesta una pregunta esencial: ¿por qué China estaría interesada en matar su “gallina de los huevos de oro”? No parece una conducta propia de una nación astuta y prudente.
Es cierto que China “conspiró” para evitar que se supiera el estropicio universal causado por la pandemia, y también que utilizó métodos dictatoriales para castigar a quienes se atrevían a contradecir la versión oficial, pero eso es propio de una tiranía de partido único que en el
pecado llevará su penitencia. Fue lo que hicieron los rusos en Chernóbil. Acallaron las protestas, dando lugar a mil rumores, hasta que Gorbachov, impulsado por la glasnost, reveló la incómoda verdad.
La transparencia es una de las ventajas comparativas de la democracia. Por otra parte, las naciones democráticas, afortunadamente, carecen de destinos previsibles. Van transformándose en la medida en que la inventiva las precipita en una determinada dirección. Hoy puede ser Internet el plato fuerte, pero quién sabe si el próximo es la Inteligencia Artificial que nos ayudará a seleccionar a las mejores.