Debió llamarse Nicolasa sin saber, mientras vivió, que su nombre, en griego, significaba “aquella que lleva a su pueblo a la victoria”. Hoy ella tendría más de 100 años de edad y cuando la conocimos pasaba de lejos la mitad de ellos. Era una mujer de piel morena, gruesa y de caderas anchas. Para ver mejor usaba lentes de monturas de carey. Vivía sola, en una desvencijada vivienda que se diferenciaba de las otras por su fachada. Sin ninguna ventana encima que dejara que la luz del día ingresara por allí al interior del inmueble.
Nunca llegué a preguntarle a la señora Nicolasa dónde había encontrado ese montón de viejos ejemplares, de una memorable revista limeña, que un. domingo, metiéndolas en una caja de cartón, puso en la vereda de su casa para que cualquiera que pasara por allí se las llevara. Pasé yo y me la llevé. Todavía Luis Alberto Sánchez no había publicado los tres primeros volúmenes de su “Testimonio personal: memoria de un peruano de siglo XX”. Éstos recién aparecerían en 1969, cuando estábamos terminando la secundaria, y debieron pasar, uno o dos años más, ya en la universidad, cuando comenzaríamos a leerlos. Lo de las revistas ocurrió antes.
Fue Luis Alberto Sánchez, hablándonos en su obra de la Bella Époque, del jirón de la Unión, del Palais Concert, de lo que era Lima en aquellos desconcertantes y deslumbrantes años de comienzos del siglo pasado, quien también nos puso al corriente, con sabrosos pormenores, de las publicaciones más notables de entonces. “Variedades” era una de ellas. En su época fue el equivalente de lo que, digamos, sería más tarde “Caretas”. Tuvo como uno de sus directores a Clemente Palma y, después de él, a un piurano, nacido en La Tortuga (Paita), quien también escribió en este diario y en “La Industria” mientras estudiaba en el colegio San Miguel. Se llamaba Ricardo Vegas García.
Los ejemplares de aquella revista que recogimos ese domingo botados en la calle era la mencionada -la revista Variedades que duró circulando semanalmente como veintitantos años-. Sánchez, al hablarnos de ella en su “Testimonio personal”, nos abrió los ojos y nos hizo ver que lo que guardábamos en el baúl de las cosas viejas -no de los recuerdos- eran unas verdaderas reliquias. Hasta ahora me pregunto de dónde esa humilde mujer, que debió llamarse Nicolasa, aunque todos la llamaban en su barrio Nico, sacó dichos ejemplares. Nunca se lo pregunté y, cuando quise hacerlo, ella ya no estaba en este mundo.