“El principal obstáculo para las reformas del país son los congresistas”, afirma el sociólogo Fernando Soldevilla, y razón no le falta. Hoy el congreso, con un nivel de desaprobación superior al 90%, se ha convertido en un pequeño reino dictatorial que trabaja en función a una nueva elección a su medida. Mientras tanto, aprueban normas que buscan ya no influenciar (como antes) sino tomar el control de las instituciones.
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Y todo eso lo hacen con la anuencia del Ejecutivo que se hace de la vista gorda, no tanto por una alianza (Ejecutivo-Legislativo) como muchos piensan, sino por una situación de conveniencia y sobrevivencia. A ambos les interesa llegar al 2026, así que les resbala la opinión pública. Ambas instituciones aplican el dicho: “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”; por tanto, si hay que bloquear a los caviares, las bancadas se unen (así sean como el aceite y el agua) como ocurre en la elección de la nueva Mesa Directiva.
En este congreso no existe ya democracia, cada bancada busca sus propios intereses y estos son: “no me metas preso”; “no me investigues” o “ no pregunten sobre mis actos”. Eso sí, “vuelvan a votar por mí o por mi partido”.