Siempre me han interrogado aquellos universos que se muestran en orden alfabético o en artística virtuales. Reconozco que el desorden me inquieta; y, como tal, me insta a imaginarme otras estéticas más naturales, ahora que lo artificio toma nombre de intelecto, pero que son incapaces de humanizarnos. Lo aparente suele imponerme y asustarme. Por eso, esta sociedad de la apariencia, capaz de crear una belleza adulterada como si fuese algo normal, mientras la hermosura de un corazón amando lo ignora, cuando menos me pone en alerta. Desprende, cierto pavor, que todo se enmascare para que parezca evidencia.
El estado de confusión es tan fuerte, que requerimos de otra lucidez más efectiva para continuar el camino. Sin duda, nuestros andares han de ser obras de arte. De ahí, que nuestra mente mueva nuestros pasos para hacer visible el místico horizonte de la fuerza propia viviente, donde mana la ilusión por crecer y hacer de nuestra existencia una correría armónica de latidos verdaderos. Será bueno, por consiguiente, abrir siempre puertas con espíritu de acoger. Se me ocurre pensar en tantos centros que aglutinan arte y están cerrados, en un momento de tanta necesidad de propiciar asombros. Los museos, por ejemplo, suelen estar vivos, pero muy encerrados en su silencio, cuando verdaderamente son instrumentos que nos recrean en aquello que no se ve; y que, sin embargo, es un anhelo que nos revive emociones tan vitales, como la propia curiosidad de la mente humana.
A propósito, quizás necesitemos, tanto como el respirar, ordenar nuestro propio tiempo para dejarnos explorar por nuestras historias, por las vivencias que son las que de veras nos iluminan para crecer y, así, poder activar un cambio de actitudes ante la vida. Una humanidad que abandona la consistencia social, o que degrada la fortaleza de los vínculos entroncados entre sí, se vuelve fría y es incapaz de mostrar una mirada agradecida por nada, ni tampoco por nadie. Reivindico, por tanto, los espacios de diálogo familiar por mucha ruptura que cohabite en los corazones, la acogida permanente que se lleva con una ternura combativa ante las irrupciones del mal, el gozo de sentirse comprendido, acompañado y liberado por aquel que camina a nuestro lado.