Algunos minutos antes de empezar este artículo, recibí la noticia de la muerte de un amigo del colegio. Con él ya van varios conocidos cercanos que han caído víctimas de la COVID-19, desde que se inició la pandemia. Por momentos parece que viviéramos una película de ciencia ficción, donde los protagonistas somos nosotros mismos.
Tengo recuerdos del temor y la inseguridad que se sentía en la década de 1980, con el terrorismo. El número de muertos por día mostraba lo cruento del conflicto armado interno, donde la mayoría de víctimas eran campesinos de Ayacucho y, posteriormente, de otras zonas de la sierra sur del país, como Junín, Huancavelica, Apurímac, Cusco y Puno. Muchos policías y militares también perdieron la vida. El número de muertos se calcula en más de 70.000, sin contar un adicional aproximado de 15.000 desaparecidos.
En lo que va de la pandemia en Perú, los cálculos oficiales hablan de cerca de 50.000 muertos, pero otras fuentes insisten en que ya pasaron los 100.000. Más allá del número de muertos, existe una diferencia muy marcada en el caso de la pandemia. La muerte no respeta la distancia geográfica, edad o condición económica. El virus tiene la capacidad potencial de matar a cualquier persona y, según las condiciones físicas y de defensa inmunitaria de los afectados, puede causar grandes estragos.
Cuando un familiar, un amigo o el vecino cae víctima del mortal virus, además de la pena que produce el hecho, es inevitable pensar por un momento si nosotros mismos seremos los próximos. La realidad ha demostrado que, si bien existe un mayor peligro para las personas mayores y quienes sufren de alguna enfermedad preexistente, es posible que los jóvenes o las personas aparentemente sanas también sucumban.
Mil interrogantes nos invaden: ¿Se estarán cuidando de manera adecuada? ¿Qué pasa si se contagian? ¿Podrán recuperarse del tratamiento? Existe un estrés asociado a la pandemia, relacionado con el hecho de tener que vivir prolongados períodos de cuarentena, pero también asociados con el temor a la muerte y las preocupaciones por los seres queridos.
Pese a lo difícil de las circunstancias que nos toca vivir, debemos mantener el optimismo y tener la suficiente capacidad de resiliencia ante las circunstancias. Como manifestaba Albert Camus, autor de la obra La peste, “en esta época, donde no hay esperanza, debemos inventarla”.