Mis derechos terminan cuando empiezan los derechos de los demás. Así de simple, así de sencillo debería ser entender una regla básica de convivencia social. Con ello deberíamos comprender que los derechos en términos amplios poseen límites, pues en la misma medida que exijo que se respete mi derecho de propiedad, tengo el deber de respetar el derecho de propiedad de los demás. Sin embargo, gran parte de la sociedad se niega a entender que el cumplimiento de una regla tan simple podría devolvernos nuestro derecho a vivir en paz social.
La pandemia sigue desnudando la pobreza humana, cuando nos resistimos a acatar las disposiciones emitidas para controlar esta enfermedad que es tan letal como el incumplimiento del aislamiento social; la enfermedad mata pero la ignorancia también.
Los derechos – entre ellos la libertad – son atribuciones, facultades que todas las personas tenemos y que nos permite hacer o no hacer algo, pero ese hacer o no hacer se limita en la medida que los mismos derechos que se nos otorgan les corresponde en igual medida a todos los demás, y en ese sentido mi derecho a la libertad se convierte entonces no solo en un derecho sino también en un deber y una obligación de respeto.
Por eso decimos siempre que el derecho es al mismo tiempo un deber, ambas – derecho y deber – son como las dos caras de una misma moneda, no pueden desligarse la una de la otra; y esto nos debe permitir comprender que dentro de una determinada sociedad, cada derecho es al mismo tiempo una obligación.
Ante una realidad tan dura, necesitamos una reingeniería social urgente, desde todos los sectores del país, y aún más de los sectores educativos que tienen la noble misión de formar personas que contribuyan en la mejora de una sociedad que pide a gritos, el derecho a la convivencia sostenida en la paz social.
Finalmente, de cara al bicentenario, no basta con castigar a los culpables, sino evitar e impedir que tengamos más víctimas que lamentar, y para ello debemos formar mejores ciudadanos.