Creer que la crisis política post vacancia a Martín Vizcarra es únicamente culpa del Congreso, resulta una conclusión políticamente miope. Lo que estamos viviendo son los terribles síntomas de una enfermedad crónica que tiene su origen en el egoísmo social, donde lo más importante es vencer al enemigo político, usualmente capitalizando las posturas que nacen del antagonismo y no de la propuesta.
Se piensa que la democracia funciona bien cuando el ganador del enfrentamiento es avalado por el clamor popular. Se deja de lado el sentido de las instituciones y el equilibrio de poderes, y se piensa que la magnanimidad para negociar con el oponente es símbolo de debilidad, derrota y humillación. Cuando los ciudadanos piensan en el triunfo momentáneo, y no en buscar consensos con el que piensa diferente, cualquier propuesta que signifique atacar al antagonista, se convierte en caldo de cultivo para el populismo.
Hace poco los peruanos hemos dicho mayoritariamente que no queríamos la reelección congresal, con la esperanza de tener un mejor Parlamento. Nos movimos por el odio a nombres concretos sin entender que menos de un tercio de congresistas se reelegía. Compramos el dulce del referéndum como promesa de un mundo mejor, como si el arrebato pasional cargado de rencor fuera el mejor consejero. El ataque sistemático a los partidos políticos nos ha llevado a un remedio que termina siendo peor que la enfermedad, y donde cada quien termina apostando por su corrupto favorito.
En este contexto Manuel Merino asume la Presidencia de la República. Las calles están revueltas y las redes sociales son un espacio para la indignación y el pesimismo. Se trata de un presidente que tiene legitimidad de origen: no existe una ilegalidad detrás de su nombramiento y se ha procedido según manda la institucionalidad. Pero al mismo tiempo carece de legitimidad social: el clamor popular no lo acompaña, en medio de la peor crisis sanitaria y económica de nuestra historia.
Cierto es que la legitimidad social no cambia la legitimidad de origen, pero la gobernabilidad requiere del equilibrio de ambas. Que el escenario mejore o empeore dependerá de las decisiones de las próximas horas y los próximos días. Se tendrá que conformar un gabinete experto, con nombres para el consenso y la gobernabilidad, y dispuestos a bregar con la pandemia.
El rescate de la política pasará por una reforma seria que exija a los partidos militancia permanente, escuelas de formación, y una democracia interna que pueda ser fiscalizada. Solo cuando miremos el funcionamiento institucional por encima de las mentiras del populismo, tendremos un mejor Congreso, unos mejores candidatos, y una mejor clase política. El cierre del Congreso y la no reelección parlamentaria, sin plantear cambios estructurales en los partidos, hoy son un búmeran que ha golpeado a todo el país.