Los candidatos han firmado la Proclama Ciudadana, que es una especie de garantía del sostenimiento de la institucionalidad. En ese escenario, ¿cómo deben tomarse el plan ideológico, el “Plan 200” y los otros manifiestos del profesor Pedro Castillo, que parecen invitaciones a la moderación pero que esconden palabras claves que podrían poner en riesgo justo aquello que se quiere proteger.
Todos los documentos de Perú Libre afirman que se respetarán las libertades y los marcos institucionales “mientras lo desee el pueblo”. ¿Qué es el pueblo? Semejante abstracción, a lo largo de la historia, solo ha sido el pretexto de peligrosos líderes para acumular poder y crear verdaderas tiranías. También en Corea del Norte manda “el pueblo”, que en realidad es un tipo soberbio que amenaza constantemente al mundo libre con sus presuntas ojivas nucleares. La política es también una cuestión de palabras, el pueblo como definición es el conjunto de ciudadanos o, como dice el sociólogo Michel Wieviorka, “un sentimiento de pertenencia a un grupo humano, una cultura, una historia, tradiciones compartidas (religiosas, alimentarias, vestimentarias, artísticas, etc.), a veces una lengua”; en política, en cambio, hablar del pueblo se acompaña casi siempre de una apelación a la acción, de un llamado a una lucha que, a veces, resulta ficticia o en beneficio de unos cuantos.
Es necesario escudriñar y tomar muy en cuenta lo que dicen los documentos de este movimiento que en un inicio reclamaba para sí el título de marxista y revolucionario y que ahora se nos presenta como democrático y dispuesto a ir a las urnas. Sin embargo, no nos engañemos; luego de años de fraguar un golpe a la democracia desde las propias instituciones, están dispuestos a acabar con las libertades, con los sentimientos de unidad, con la multiculturalidad nacional, con los sentimientos de unidad para reemplazarlo por una creencia en una lucha trascendental, inhumana, incoherentes con la fraternidad que implica la verdadera democracia. Hablamos de esa lucha de clases que iguala hacia abajo, que no nos habla de prosperidad, sino de simple equidad de resultados, como si fuéramos máquinas que pudiéramos ser programadas por el Estado para dar los mismos frutos. Ese es el mundo soñado por el totalitarismo.