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Cruzando el famoso Bosque de Cuyas Cuchayo en bicicleta
enero 22, 2023
Autor: Redacción El Tiempo

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Texto y fotos: Gerardo Cabrera Campos

– ¿Tanto, hombre, se vino en bicicleta desde Ayabaca?

– Jajaja Poco a poco, de bajadita.

El señor Carhuatocto me sermonea en el pórtico de su tiendita de Cuyas, un caserío pequeño de la Comunidad Campesina de Cuyas Cuchayo, nombre que da referencia a la misma Área de Conservación Privada (ACP). Me mira con amabilidad, pero también con un poco de recelo. Lógicamente, soy un foráneo en una bicicleta y ataviado con un casco y una camisa blanca y jean bajo un poncho de plástico para evitar la humedad o el páramo.

En su tiendita, acomodada con galletas saladas y dulces, algunas bebidas gaseosas y algunos abarrotes, el señor Carhuatocto me escucha una historia: dos horas antes salí de Ayabaca, la capital de la provincia, y agarré la bajada con destino a Montero, es decir, de los 2700 metros de altitud, aproximadamente, de la ciudad ayabaquina, debía llegar hasta unos 1100 metros en que se sitúa el distrito monterino, y para ello debía pasar Cuyas, Ambasal, Sícchez, Oxahuay, Jililí y Pite. Y la cereza del pastel es que el Bosque de Cuyas Cuchayo, que tiene una antigua trocha por donde yo tenía que pasar, sería todo para mi y mi bicicleta.

¿Qué es usted?

Periodista.

La conversación empezó a ser fluida. Le compré una bebida rehidratante y galletas saladas. Le conté que Ayabaca es, para mí, una de las ciudades más hermosas del mundo, sin mentiras, porque tiene tanta historia, muchas veces poco valorada. Le conté que para llegar al Bosque de Cuyas Cuchayo el viajero debe descolgarse por una pista angosta que cruza Yacupampa, un hermoso pueblito con caballos en su plaza. Le conté que la neblina me agarró antes de llegar al cruce para Sícchez: vi bellos árboles y paisajes impactantes, por ejemplo, el cerro Aypate, donde se ubica la ciudadela inca de dimensiones aún sin explorarse al 100%. Le conté que luego de ese cruce hallé un chancho roncando en el barro y que allí mismo comenzaba una trocha fea pero que se abuenaba con el espectacular bosque de neblina que refiero desde el inicio de esta crónica.

El señor Carhuatocto asentía y me daba ánimos para llegar a Montero.

– Sí, llega, fuuu, dándole con la bicicleta.


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En realidad, la trocha por donde venía es poco transitada, salvo transportistas locales que llevan mercancías para las tiendas o los colegios de la zona, o por los turistas que desean ir a las cataratas de Cumaccha o internarse con cuidado en el Bosque de Cuyas Cuchayo, que fue reconocido por el Estado como ACP el 2015 y habitan en él diversidad de aves, mamíferos y anfibios como el hormiguero de cabeza gris, el armadillo, el tigrillo, el cashul, las ardillas de nuca blanca, las ranas, entre otros.

Este bosque está situado entre los 2,200 y 2,900 metros de altitud. Es precioso. Y tiene más de 100 hectáreas como generador de agua para las comunidades cercanas. Mientras recorría en la bici, podía apreciar los musgos, helechos y bromelias prendidos en sus árboles viejísimos y húmedos. De un momento a otro solo se escucha el silencio de esta naturaleza, hasta que, de pronto, el motor de un vehículo irrumpe todo frente a esa trocha antigua.

Al pasar Cuyas, pasando tramos peligrosos y con abismos, llego al cruce de Ambasal, otro pueblito antiguo y con áreas dedicadas a la siembra de café, plátano, yuca o caña de azúcar, tal como sucede en Cuyas. No en vano aprecio por allí trapiches para sacar la miel.

Después de Ambasal encuentro obras de mantenimiento a la vía y el inicio de una pista angosta que te lleva hasta Jililí, pasando los conocidos sectores Las Vegas y Oxahuay (de cuyas historias me ocuparé en una crónica posterior), a lo largo de más de 10 kilómetros de puro verde, paisajes, burros, caballos y gallinas por las chacras aledañas, casas con sus cocinas humeantes y varios vecinos ayabaquinos en sus motocicletas, camionetas o camiones.

En Jililí, donde compro una linterna de nueve soles en una tiendita frente a su Plaza de Armas y ya a las seis de la tarde, más o menos, la situación cambia después de treinta kilómetros de bosque, abismos e invernas: estoy empapado de sudor y agua del páramo. Los campos siguen llenos a la agricultura, ganadería o procesos de la panela. Es entonces que tomo un último esfuerzo hasta Pite, un caserío que ostenta uno de los cementerios más antiguos de Ayabaca, y que es cortado inevitablemente por la carretera. Es decir, vas por la carretera y los nichos están a tu lado, generando un ambiente siniestro y alimentando historias de fantasmas, lloronas o “muertos” que asuntan.

Yo estaba con miedo. A eso de las 7 de la noche llego a Pite. Desde aquí hacia Montero es “pura bajadita”, como dirían en los caseríos cercanos. Sin embargo, estaba tiritando por el frío y la ropa mojada. Así que en una tiendita, de la familia Abad -si la memoria no me falla-, compré cañazo (destilado de la caña de azúcar) para calentar el cuerpo y emprender el tramo a Montero en una trocha poco mejorada de más de 10 kilómetros. Entre la oscuridad, antes de salir con la linterna amarrada al timón de la bicicleta, unos borrachitos me gritaron, riendo:

¡Vaya, con cuidado, que Pite es Pite! ¡O tómese una copa!

Fui rezando a Montero. Me ladraron unos perros. Y llegué, justamente, para cenar con mi madre.


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Redacción El Tiempo
Redacción El Tiempo. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario El Tiempo. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Piura, el Perú y el mundo.
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